Una visión del Hijo del Hombre

Capitulo 1 versos 9 al 20

Vers. 9: Yo Juan, vuestro hermano, y participante en la tribulación y en el reino, y en la paciencia de Jesucristo, estaba en la isla que es llamada Patmos, por la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo.

Aquí el tema cambia, porque Juan introduce el lugar y las circunstancias en que le fue dada la revelación. Se presenta primero como hermano de la iglesia universal, su compañero en las tribulaciones.
En este pasaje Juan se refiere evidentemente al futuro reino de gloria. Introduce el pensamiento de que la tribulación es parte de la preparación necesaria para entrar en el reino de Dios. Esta idea se recalca en pasajes como éstos: "Es menester que por muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios." (Hechos 14:22.) "Si sufrimos, también reinaremos con él." (2 Timoteo 2:12.) Es verdad que mientras viven aquí en la carne, los creyentes en Cristo tienen acceso al trono de gracia. Es el trono de gracia al cual somos llevados cuando nos convertimos, porque Dios nos ha "trasladado al reino de su amado Hijo." (Colosenses 1:13.) Pero en el segundo advenimiento del Salvador, cuando se inaugure el reino de la gloria, los santos que son ahora miembros del reino de la gracia, al ser redimidos del presente mundo malo, tendrán acceso al trono de su gloria. Entonces habrán terminado las tribulaciones, y los hijos de Dios se regocijarán en la luz de la presencia del Rey de reyes por toda la eternidad.
El lugar donde escribió
Patmos es un islote árido frente a la costa occidental de Asia Menor, entre la isla de Icaria y el promontorio de Mileto, donde en los tiempos de Juan se hallaba situada la iglesia cristiana más cercana. Tiene unos 16 kilómetros de largo y unos 10 de ancho en su lugar de mayor anchura. Se llama actualmente Patmo. La costa es escabrosa y consiste en una sucesión de cabos que forman muchos puertos. El único que se usa actualmente es una honda bahía rodeada por altas montañas de todos lados menos uno, donde está protegida por un promontorio. La aldea relacionada con este puerto se halla situada en una montaña elevada y rocosa que se levanta al borde inmediato del mar. Más o menos a la mitad del camino por la montaña hacia donde está edificada la aldea, se ve una gruta natural en la roca, donde, según la tradición, Juan tuvo su visión y escribió el Apocalipsis. Debido al carácter austero y desolado de esta isla, se la utilizaba durante el Imperio Romano como lugar de destierro. Esto nos explica por qué estuvo Juan desterrado allí. Este destierro del apóstol se produjo bajo el emperador Domiciano hacia el año 94 de nuestra era; de manera que el Apocalipsis fue escrito en 95 o 96.
La causa del destierro
"Por la Palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo." Tal era el grave delito y crimen de Juan. El tirano Domiciano, que llevaba entonces la púrpura imperial de Roma, era más eminente por sus vicios que por su posición civil, y temblaba ante este anciano pero indomable apóstol. No osaba permitir la proclamación del Evangelio en su reino. Desterró a Juan al solitario islote de Patmos, donde se podía decir que estaba tan fuera del mundo como si hubiese muerto. Después de encerrarlo en este lugar árido, y condenarlo a la cruel labor de las minas, el emperador pensó sin duda que había eliminado al predicador de la justicia y que el mundo no oiría más hablar de él.
Probablemente los perseguidores de Juan Bunyan pensaron lo mismo cuando lo encerraron en la cárcel de Bedford. Pero cuando el hombre piensa haber sepultado la verdad en el olvido eterno, el Señor le da una resurrección que decuplica su gloria y su poder. De la sombría y estrecha celda de Bunyan brotó un resplandor de luz espiritual, gracias al "Viaje del Peregrino," que durante casi trescientos años ha fomentado los intereses del Evangelio. Desde la isla árida de Patmos, donde Domiciano pensaba que había apagado para siempre por lo menos una antorcha de la verdad, surgió la más magnífica revelación de todo el canon sagrado, para derramar su divina luz sobre todo el mundo cristiano hasta el fin del tiempo. ¡Cuántos de los que reverenciaron y de los que reverenciarán todavía el nombre del amado discípulo, por sus arrobadas visiones de la gloria celestial, habrán ignorado el nombre del monstruo que lo hizo desterrar! En verdad que se aplican a veces a la vida actual las palabras de la Escritura que afirman que "en memoria eterna será el justo," "mas el nombre de los impíos se pudrirá." (Salmos 112:6; Proverbios 10:7.)
Vers. 10: Yo fui en el Espíritu en el día del Señor*, y oí detrás de mí una gran voz como de trompeta.
Aunque Juan se hallaba desterrado y apartado de todos los que profesaban la misma fe que él, y hasta parecía casi completamente aislado del mundo, no estaba separado de Dios ni de Cristo, ni del Espíritu Santo, ni de los ángeles. Seguía teniendo comunión con su divino Señor. La expresión "en el Espíritu" parece denotar el más sublime estado de elevación espiritual a que pueda ser llevada una persona por el Espíritu de Dios. En esa condición entró Juan en visión.
"En el día del Señor."
¿Qué día es el que se designa así? Esta pregunta ha recibido diferentes contestaciones. Una clase de personas sostiene que la expresión "día del Señor" abarca toda la era evangélica y no se refiere a un día de 24 horas. Otra clase sostiene que el día del Señor es el día del juicio, el venidero "día del Señor" que con tanta frecuencia se menciona en las Escrituras. La tercera opinión es que la expresión se refiere al primer día de la semana. Pero hay todavía otra clase de personas que sostiene que es el séptimo día, día de reposo del Señor.
A la primera de estas opiniones basta contestar que el libro del Apocalipsis fue fechado por Juan en la isla de Patmos, y eso en el día del Señor. El autor, el lugar donde fue escrito y el día en que fue fechado, son todas cosas que tuvieron existencia real; y no simplemente simbólica o mística. Pero si decimos que el día representa la era evangélica, le damos un significado simbólico o místico que no es admisible. ¿Por qué necesitaría Juan explicar que escribía "en el día del Señor" si la expresión significaba la era evangélica? Es bien sabido que el libro del Apocalipsis fue escrito unos sesenta años después de la muerte de Cristo.
La segunda opinión, de que es el día del juicio, no puede ser la correcta. Aun cuando Juan pudo tener una visión acerca del día del juicio, no pudo tenerla en aquel día que es todavía futuro. La palabra griega en, "en," que es exactamente la misma que en castellano, ha sido definida por Thayer así, cuando se refiere al tiempo: "Períodos y porciones de tiempo en los cuales sucede algo, en, durante." Nunca significa "acerca" o "concerniente a." De ahí que quienes relacionan esta expresión con el día del juicio contradicen el lenguaje usado, haciéndole significar "concerniente a" en vez de "en," o le hacen decir a Juan una extraña mentira al afirmar que tuvo una visión en la isla de Patmos, hace más de 1.800 años, en un día del juicio que todavía es futuro.
La tercera opinión, que por "día del Señor" se quiere indicar el primer día de la semana, es la más general. Pero faltan las pruebas de su corrección. El texto mismo no define el término "día del Señor," y por lo tanto si quiere decir primer día de la semana, debemos buscar en otra parte de la Biblia la prueba de que ese día de la semana solía llamarse así. Los únicos otros autores inspirados que hablan del primer día de la semana, son Mateo, Marcos, Lucas y Pablo; y ellos lo designan simplemente como "primer día de la semana." Nunca hablan de él en forma que lo distinga como superior a cualquiera de los otros seis días hábiles. Ello es tanto más notable, desde el punto de vista popular por cuanto los tres hablan de él en el tiempo mismo en que se dice que por la resurrección de Cristo el primer día de la semana llegó a ser el día del Señor, y dos de ellos lo mencionan treinta años después de aquel acontecimiento.
Se dice que "el día del Señor" era la expresión común para designar el primer día de la semana; pero preguntamos: ¿Dónde está la prueba de ello? Nadie la puede encontrar. En verdad, tenemos pruebas de lo contrario. Si ésta hubiese sido la manera universal de designar el primer día de la semana cuando se escribió el Apocalipsis, el mismo autor no habría dejado de llamarlo así en todos sus escritos subsiguientes. Pero Juan escribió su Evangelio después de escribir el Apocalipsis, y sin embargo en él no llamó al primer día de la semana "día del Señor," sino simplemente "primer día de la semana." El lector que desee pruebas de que el Evangelio de Juan se escribió después del Apocalipsis las encontrará en las obras de los escritores que son autoridades en esta cuestión.
El aserto que se hace en favor del primer día queda aun más categóricamente refutado por el hecho de que ni el Padre ni el Hijo reclamaron jamás el primer día como suyo en un sentido superior al que consideran suyo cualquiera de los otros días de trabajo. Ni uno ni otro lo bendijo jamás, ni lo llamó santo. Si se lo hubiese de llamar día del Señor porque Cristo resucitó en él, no cabe duda de que la inspiración nos informaría al respecto. Si en ausencia de toda instrucción relativa a la resurrección llamamos día del Señor al día en el cual ella se produjo, ¿por qué no daríamos el mismo nombre a los días en que se produjeron la crucifixión y la ascensión, que resultan para el plan de la salvación sucesos tan esenciales como la resurrección?
En vista de que quedan refutadas las tres opiniones ya examinadas, la cuarta, a saber, de que el día del Señor designa el sábado, requiere nuestra atención. En favor de esta opinión se pueden aducir las pruebas más claras. Cuando en él principio Dios dio al hombre seis días de la semana para trabajar, se reservó expresamente el séptimo día, puso su bendición sobre él, y lo reclamó para sí como su día santo. (Génesis 2:1-3.) Moisés dijo a Israel en el desierto de Sin, el sexto día de la semana: "Mañana es el santo sábado, el reposo de Jehová." (Exodo 16:23.)
Llegamos al Sinaí, donde el gran Legislador proclamó sus preceptos morales en pavorosa y sublime escena; y en ese supremo código pide para sí su día santificado: "El séptimo día será reposo para Jehová tu Dios: . . . porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, la mar y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día: por tanto Jehová bendijo el día del reposo y lo santificó." Mediante el profeta Isaías, ochocientos años más tarde, Dios habló como sigue: "Si retrajeres del sábado tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo,. . . entonces te deleitarás en Jehová." (Isaías 58:13, 14.)
Llegamos a los tiempos del Nuevo Testamento, y el que es Uno con el Padre declara expresamente: "Así que el Hijo del hombre es Señor aun del sábado." (Marcos 2:28.) ¿Puede alguno negar que ese día era del Señor, el día del cual se declaró enfáticamente ser el Señor? Así vemos que, trátese del Padre o del Hijo cuando se menciona el título de Señor, ningún otro día puede ser llamado día del Señor sino el sábado del gran Creador.
En la era cristiana hay un día que se distingue sobre los demás días de la semana como "día del Señor." ¡Cuán completamente refuta este gran hecho el aserto que han hecho algunos de que no hay día de reposo en la era evangélica, sino que todos los días son iguales! Al llamarlo día del Señor, el apóstol nos ha dado, hacia fines del primer siglo, la sanción apostólica para observar el único día que puede llamarse día del Señor, a saber el séptimo de la semana.
Cuando Cristo estaba en la tierra, indicó claramente cuál era su día diciendo: "Porque Señor es del sábado el Hijo del hombre." (Mateo 12:8.) Si hubiese dicho: "El Hijo del hombre es Señor del primer día de la semana," ¿no se presentaría ahora esto como una prueba concluyente de que el domingo es el día del Señor? Por cierto que sí, y con buenos motivos. Por lo tanto, debiera reconocerse al mismo argumento como válido en favor del séptimo día, en referencia con el cual fue pronunciada aquella declaración.
Vers. 11-18: Que decía: Yo soy el Alpha y Omega, el primero y el último. Escribe en un libro lo que ves, y envíalo a las siete iglesias que están en Asia; a Efeso, y a Smirna, y a Pérgamo, y a Tiatira, y a Sardis, y a Filadelfia, y a Laodicea. Y me volví a ver la voz que hablaba conmigo; y vuelto, vi siete candeleros de oro; y en medio de los siete candeleros, uno semejante al Hijo del hombre, vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, y ceñido por los pechos con una cinta de oro. Y su cabeza y sus cabellos eran blancos como la lana blanca, como la nieve; y sus ojos como llama de fuego; y sus pies semejantes al latón fino, ardientes como en un horno; y su voz como ruido de muchas aguas. Y tenía en su diestra siete estrellas: y de su boca salía una espada aguda de dos filos. Y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza. Y cuando yo le vi, caí como muerto a sus pies. Y él puso su diestra sobre mi, diciéndome: No temas: yo soy el primero y el último; y el que vivo, y he sido muerto; y he aquí que vivo por siglos de siglos, Amén. Y tengo las llaves del infierno y de la muerte.
La expresión "me volví a ver la voz," se refiere a la persona de quien provenía la voz.

Siete candeleros de oro
Estos no pueden ser el antitipo del candelabro de oro que había en el antiguo servicio típico del templo, porque allí había un solo candelabro de siete ramas. Siempre se habla de él en número singular. Pero aquí tenemos siete candeleros, que son más bien "soportes de lámpara," o bases sobre las cuales se colocan las lámparas para que iluminen un aposento. No se asemejan en nada al candelabro del antiguo tabernáculo. Por el contrario, estas bases de lámpara se hallan tan alejadas una de otra que se ve al Hijo del hombre andando entre ellas.
El Hijo del hombre
La figura central, la que atrae toda la atención en la escena que se abre ante la visión de Juan, es la majestuosa persona del Hijo del hombre, Jesucristo. La descripción que aquí se da de él, con su vestidura suelta, su cabellera blanca, no por la edad, sino por el resplandor de la gloria celestial, sus ojos de fuego, sus pies que resplandecían como bronce fundido, y su voz como ruido de muchas aguas, no puede ser superada en su carácter grandioso y sublime. Vencido por la presencia de este Ser augusto, y tal vez por el agudo sentido de la indignidad humana, Juan cayó a sus pies como muerto, pero una mano consoladora se puso sobre él, y una voz alentadora le dijo que no temiera. Es igualmente privilegio de los cristianos de hoy sentir que se posa sobre ellos la misma mano para fortalecerlos en las horas de prueba y aflicción, y oír la misma voz que les dice: "No temas."
Pero la seguridad más alentadora que infunden todas estas palabras de consuelo proviene de la declaración que hace este Ser exaltado, de que vive para siempre y es árbitro de la muerte y el sepulcro. Dice: "Tengo las llaves del infierno [hades, el sepulcro] y de la muerte." La muerte es un tirano vencido. Puede recoger en la tumba a los seres preciosos de la tierra, y regocijarse un momento por su triunfo aparente. Pero está realizando una tarea infructuosa, porque le ha sido arrebatada la llave de su sombría cárcel, y está ahora en las manos de otro más poderoso que él. El está obligado a depositar sus trofeos en una región sobre la cual otro tiene control absoluto; y este otro es el Amigo inmutable y el Redentor que se ha comprometido a salvar a su pueblo. Por lo tanto, no os entristezcáis por los justos muertos; están en una segura custodia. Un enemigo los lleva por un tiempo, pero un amigo tiene la llave del lugar donde están provisoriamente encarcelados.
Vers. 19: Escribe las cosas que has visto, y las que son, y las que han de ser después de éstas.

En este versículo se le da a Juan una orden muy definida de escribir toda la revelación, pues iba a referirse mayormente a cosas entonces futuras. En algunos pocos casos, se iba a aludir a acontecimientos entonces pasados o que estaban acaeciendo; pero estas alusiones tenían sencillamente el propósito de introducir cosas que se iban a cumplir más tarde, a fin de que no faltase ningún eslabón de la cadena.

Vers. 20: El misterio de las siete estrellas que has visto en mi diestra, y los siete candeleros de oro. Las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias; y los siete candeleros que has visto, son las siete iglesias.

Representar al Hijo del hombre como teniendo en la mano tan sólo a los ministros de las siete iglesias literales de Asia Menor, y andando solamente en medio de aquellas siete iglesias, sería reducir a una comparativa insignificancia las representaciones y declaraciones sublimes de este capítulo y los siguientes. El cuidado providencial y la presencia del Señor no se limitan a un número especificado de iglesias, sino que son para todo su pueblo; no sólo de los días de Juan, sino de todos los tiempos. "He aquí, yo estoy con vosotros todos los días–dijo a sus discípulos,–hasta el fin del mundo." (Véanse las observaciones sobre el vers. 4.)
Versión U. Smith